Un infierno animal
En un mercado ganadero de México se venden reses y caballos maltratados o enfermos como si fueran chatarra
Por: Elena Reina Tomado de El País
Su boca escupe sangre como un grifo roto. Y aunque no es la herida más grave, ha decidido rendirse. Sobre el suelo de paja y heces yace un caballo que se acaba de partir la mandíbula al ser lanzado desde una altura de dos metros. Alrededor de él, dos hombres asestándole latigazos para que se levante. El animal ni se estremece. Su espina dorsal tensa hasta el límite la escamada piel marrón, llena de heridas. A unos metros de la escena unos arcos blancos rezan en letras azules: “Bienvenidos al mercado de San Bernabé”.
La leyenda dice que Bernabé entró en la historia de la salvación con un arranque de generosidad: vendió un campo que poseía y puso el dinero de la venta a disposición de los apóstoles. El campo que entregó pudo ser mexicano, del municipio rural de Almoloya de Juárez, de 147.653 habitantes, en el Estado de México. Allí, entre sembradíos de maíz y sorteando una espesa niebla, se instala cada lunes una de las plazas ganaderas más grandes del centro del país, en la que se exponen semanalmente más de 3.000 animales. Todos llegan hacinados en camiones para ser descargados a patadas y golpes. La Asociación de Protectoras de Animales de México (APASDEM), ha difundido un vídeo que ha grabado un organismo estadounidense donde se muestran las condiciones extremas en las que llegan los animales.
Tras los arcos de bienvenida, se extienden casi ocho hectáreas de terreno baldío salpicado de decenas de camiones que antes del amanecer descargan su género. San Bernabé es como una chatarrería. Allí se venden animales “de desecho”. En los municipios de alrededor un camión pasa semanalmente y recoge las reses que nadie quiere para venderlas aquí. Muchas otras son robadas, según asegura un policía de tránsito que inspecciona los coches a la salida del mercado.
La mayoría es para consumo y ninguno de ellos cuenta con un certificado sanitario. “Es muy común que los sacrifiquen en los patios de las casas o los revendan en un rastro [matadero] clandestino”, cuenta la abogada de APASDEM, Vanessa Calvillo.
—Es un ternero hermoso, tiene dos años, se lo dejo en 15.000. [Unos 1.000 dólares]
—Déjemelo en 10, hombre. Pa que pruebe cuchillo.
Aunque México cuenta con leyes que protegen a los animales, se vulneran a la vista de todos: “Son muy ambiguas sobre quién tiene la competencia de condenar”, señala Calvillo. En el mercado suelen estar presentes funcionarios de la Secretaría de Agricultura y Ganadería con capacidad para sancionar, según la abogada. Nadie de esa administración ha querido hablar con este periódico.
Todo se complica cuando se busca al responsable del mercado. Pocos saben quién es el dueño de todo esto. Y quienes lo saben, guardan silencio.
A la entrada, los que transportan animales pagan unas monedas a unos tipos subidos en una camioneta gris. Nadie recibe ningún comprobante. A partir de ahí, el entramado de seguridad continúa con una señora de unos 60 años, cubierta hasta los ojos con un pañuelo, encargada de aparcar los coches y de avisar por radio de cualquier cosa que se salga de lo normal. Al pasar los arcos, los que gobiernan el mercado y sus trabajadores tienen perfectamente identificados a los forasteros.
Un hombre bajito con varios dientes de plata se acerca al corro que se ha formado alrededor del caballo que resiste en el suelo. Se llama Bartolo López y se autodefine como el “administrador de la finca”. Delante de esa escena macabra asegura que lo más importante para el mercado es el bienestar de los animales. Enseguida acude un veterinario, contratado por la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), uno de los únicos tres doctores que hay para los 3.000 animales que entran cada lunes. No lleva botiquín, en el bolsillo de su abrigo guarda una botella de color rojo con una jeringuilla.
—Señor, ¿hasta dónde quiere que vaya el caballo?
—Hasta el camión de allá, a unos 40 metros.
Según la distancia, le aplica la cantidad de analgésico. Al poco rato, logran levantar al caballo, subirlo a un camión y atarlo de su cola a una de las barras metálicas del remolque. Sobre él viajarán unos cuantos más.