La democracia como espectáculo
Por: Ximena Peredo.
Raya en lo ridículo la trascendencia que tienen las encuestas electorales de los partidos. Son el oráculo posmoderno.
Lo primero que llama mi atención es la falsa importancia que dan a la “opinión pública” en este ejercicio pretendidamente democrático. Lo que a los administradores de los partidos preocupa es quién tiene posibilidades de ganar, no quién tiene las capacidades políticas que la realidad demanda. Lo que importa es qué tan popular es el actor o la actriz, no qué tipo de inteligencia reclama el empalme de crisis locales.
Esto nos confirma que los políticos son apenas prestanombres, actores asalariados de un grupo patronal.
De hecho, aunque algunos aspirantes parezcan más independientes que otros, todos parecen entrampados en la misma retórica populista, pues ¿cómo podrían ahora contravenir al Oráculo, es decir, a la voluntad popular materializada mágicamente en los resultados de una encuesta?
Pero nosotros igualmente respetamos el rito como quien observa un acto de prestidigitación.
El público abuchea, claro, pero ¿qué puede hacer si fue el mismo pueblo el que eligió su fatal destino? Siguiendo el hilo de este raciocinio, “la gente ignorante” es la culpable última de todos nuestros males públicos.
Por eso, antes de lanzar el clásico principio demofóbico: “el pueblo tiene el gobierno que merece”, quizá convenga saber qué preguntas forman parte de las dichosas encuestas. Porque es muy diferente una encuesta de marketing que una evaluación de la actuación política. ¿A quién le preguntaron: al consumidor o al ciudadano? Ahí está el truco.
Porque, a fin de cuentas, lo más ridículo de todo el juego perverso de las encuestas de marketing político es que aunque arrojen resultados antisociales -como que funcionarios negligentes sigan escalando en el poder- éstos se asuman como palabras dadas por la pitonisa griega. No se trata de realizar un juicio moral sobre los aspirantes, basta y sobra con un análisis teatral.
Con esto quiero decir que mis exigencias han mudado. No espero un político intachable, sino un actor profesional. No creo en la autoridad platónica, pero sí en el actor capaz de encarnar la originalidad de su papel. No se trata de mentir, sino de representar con respeto y devoción un concepto religioso: la unión de voluntades.
En el espectáculo de la democracia, y esto lo saben bien los artistas del teatro, la interpretación puede hacer una enorme diferencia. Una representación impecable puede conmover profundamente al público y una actuación mal lograda termina por estropear grandes obras teatrales.
La frivolidad, por el contrario, es la ausencia de esta actuación política. Entonces conviene que distingamos a los actores de los imitadores. Mientras que el actor ha estudiado profundamente el papel que debe representar, el imitador ignora cuán ignorante es.
Pero en nuestro espectáculo democrático el problema más grave que percibo es que la sociedad está siendo reducida a sus roles económicos de mercado o de público espectador, con lo cual se desprecian las necesidades y características que nos constituyen como humanos y que mantienen el sentido de vivir en sociedad.
Nos corresponde, pues, no sólo resistir en nuestras aspiraciones a un “buen vivir”, sino comenzar a representarlas públicamente.
Contacto: ximenaperedo@gmail.com